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De Episodios

 

 
CRAP
 
PRÓLOGO
 

  Un silencio extraño flotaba sobre la ciudad, meciéndose en la brisa blanda y fría que recorría las calles. Ese silencio que siempre parecía cubrir avenidas y rascacielos a esa hora. Silencio de las 3 am de un miércoles de otoño. Casi no circulaban autos por esa zona centrica, y la autopista Cinco, que flanqueaba por el norte el enorme Parque de la Paz, se veía inusualmente desierta. El auto negro avanzaba por la estrecha calle que mediaba entre el Parque y la autopista, perforando con sus luces la tenue bruma que dejara la humedad del día. Caro, nuevo, vidrios oscuros. Una sombra que destellaba brevemente bajo el neón. Se detuvo sin ruido frente al ancho sendero que atravesaba el Parque de norte a sur y un hombre se apeó de él.Rondaba los cuarenta años, llevaba el lustroso pelo negro muy corto y usaba lentes de cristal fotosensible con marcada tendencia a oscurecerse al menor rastro de luz. Su semblante anguloso parecía tallado en piedra y la fijeza de sus ojos oscuros resultaba intimidante. Vestía un traje hecho a medida, zapatos de cuero esmeradamente lustrados, un sobretodo negro que caía por debajo de las rodillas. 


Miró brevemente a su derecha, el Parque vacío, y enfrentó la autopista, al otro lado de la calle, donde se levantaba una casilla de indigentes montada entre dos gruesos pilares. Una figura salió de las sombras en torno a la casilla y avanzó sin vacilar hacia el hombre y el auto. A su espalda, varios perros callejeros merodeaban los contenedores desbordantes de basura, buscando algún resto comestible entre charcos de agua estancada. Cruzó la calle a paso rápido. Era un muchacho de 24 años, vestía jeans negros y una campera de cuero oscura, llevaba una mochila mediana al hombro. Se detuvo junto al auto y cruzó una breve mirada con el hombre por encima del techo. El hombre asintió y subieron los dos al asiento trasero. El auto arrancó y se alejó rápido y silencioso. 
Diez minutos más tarde volvía a detenerse, ahora en el corazón del último barrio residencial céntrico que quedaba en la ciudad, un remanso en el abrupto horizonte de edificios, donde sólo podían construirse viviendas particulares de hasta dos plantas y con jardín, donde las calles aún estaban bordeadas por árboles y los semáforos no eran necesarios. 
— Llegamos. 
Sentado tras el chofer, Boss, el muchacho, miró hacia afuera intrigado, sin comprender qué hacían frente a ese chalet bonito y cuidado, a oscuras como el resto de las casas del barrio a esa hora, con su prolijo cerco verde tras el que se adivinaban rosales que aún tenían flores y su garage imitando una pintoresca cabaña a un costado. El hombre sentado a su derecha se apeó sin agregar más y se dirigió a la puertita de madera del seto. Boss no tenía más alternativa que seguirlo. Se colgó la mochila con una mueca y se apeó. El hombre lo precedió por el sendero de lajas que llevaba al porche cubierto y pulsó el timbre. Boss se sorprendió al escucharlo hablar, ya que no había ningún medio visible de que los habitantes de la casa lo escucharan. 
— Rover, abran. 
Un fugaz zumbido, un click. El hombre hizo girar el picaporte y entró a un diminuto vestíbulo a oscuras. Boss lo siguió en silencio, dominando su curiosidad. El hombre se había detenido frente a la puerta que daba al interior de la casa, junto a ella había un panel númerico en el que sus dedos tamborilearon un código. La puerta se deslizó hacia la derecha, desapareciendo en la pared, franqueándoles paso a un estar amplio y agradable, iluminado sólo en su parte posterior, amoblada como comedor. Cuando la iba a traspoponer Boss tuvo la sensación de que estaba a punto de sumergirse en otro mundo. La puerta que acababa de cerrarse tras él parecía convertirse en una muralla insalvable, apartándolo de cuanto había conformado su vida hasta entonces. Lo comprendió con una certeza absoluta y un vacío en la boca del estómago. La mano en torno a las correas de la mochila se cerró compulsivamente, respiró hondo, dio un paso. 

* * *

En el amplio living comedor, Rover conversaba en voz baja con un muchacho, ambos inclinados sobre el monitor de una pc portátil sobre la mesa. Giró hacia Boss al escucharlo entrar y se irguió; los lentes ocultaban por completo sus ojos, pero la frialdad de su mirada atravesaba sin inconvenientes el reflejo del monitor sobre los cristales. Entonces Boss advirtió que había otras dos personas ahí: un chico, hundido en un sillón contra la la pared de la puerta a su izquierda, limpiaba con atención reconcentrada una magnum 365; otro muchacho, de espaldas a ellos, cortaba vegetales para una ensalada con un enorme cuchillo de caza sobre la barra del desayunadero, que separaba ese ambiente de la cocina. Tras él flotaba un vapor que olía a carne en guiso. 


— Su nuevo compañero —dijo Rover entonces—. Pueden llamarlo Boss. Es muy bueno con los explosivos y las armas de largo alcance. 
El de la computadora alzó la vista con una sonrisa burlona. 
— Lindo alias, pero acordate que you’re not the boss. 
— Quién lo dice —gruñó el chico desde el sillón, sin mirarlos. 
La cabeza de Rover se movió hacia el que hablara primero. 
— Slash —dijo. 
Boss cabeceó a modo de saludo, estudiándolo. 23 años, delgado, un metro ochenta, pálido. El pelo castaño le caía muy lacio por debajo de los hombros y ocultaba parte de su cara. Sus rasgos eran delicados, casi infantiles; un bigote fino como sus labios descendía hasta unirse a la barba muy corta que le cubría el mentón. Una cicatriz cruzaba su nariz a la altura del tabique; sobre ella, los ojos color miel esperaban con brillo desafiante que Boss concluyera su examen. Vestía una camisa prendida solamente en los dos botones medios y jeans amplios y rotos. 
— Run —dijo Rover entonces. 
El otro muchacho se volvió hacia ellos y lo saludó alzando el cuchillo. Sus ojos verdes y brillantes sostuvieron la mirada de Boss sin pestañear. 25 años, estimó él, casi un metro noventa de estatura, el ancho de su espalda parecía reñido con la delgadez general de su cuerpo. No tan pálido como Slash, su semblante era de líneas firmes y reposadas. Su mirada, su postura, hasta la forma en que empuñaba el cuchillo, todo en él irradiaba una tranquila seguridad que lo impresionó. El pelo claro, que debía haber sido muy rubio en su infancia, caía hasta la nuca desde un remolino en la coronilla, que enviaba varios mechones rebeldes a ocultar un poco sus ojos. Llevaba una remera de mangas largas holgada, en sus jeans aún se adivinaba la línea dejada por la plancha. 
— Él es el boss —Terció Slash prendiendo un cigarrillo. 
— Hum —dejó oír el chico. 
— Trash — dijo Rover entonces, cabeceando en dirección al sillón. 
— Ni sueñes con romance, es una chica difícil —acotó Slash, y su acento burlón recibió una dura mirada desde el sillón por respuesta. 
Boss volvió a mirar al chico, esta vez con más atención, y descubrió asombrado las arrugas casi imperceptibles que señalaban los senos bajo la polera negra. La chica alzó la vista, él se envaró involuntariamente ante esa mirada. No podía tener más de 21 años. Usaba el pelo muy corto sobre la nuca, dejando que el flequillo creciera y se combara hacia adelante como la cresta de algún pájaro exótico. Y bajo los mechones rojizos, sus ojos tenían el color del hielo. Menuda, sus facciones endurecidas insinuaban belleza si permitiera que una sonrisa las tocara, pero el rictus descendente de sus labios decía a las claras que eso no pasaba con frecuencia, si es que pasaba realmente. Boss notó con aprensión que su mano derecha empuñaba el arma, el índice apoyado como al descuido en el gatillo. Run la miró brevemente, volviendo a cortar sus vegetales. 
— Mostrale su cuarto —dijo, y su voz grave armonizaba a la perfección con su imagen serena y sólida. 
Trash bajó la vista, dejó el arma, se incorporó en completo silencio. Boss la vio dirigirse a una puerta lateral, en ángulo con la que daba al vestíbulo, y comprendió sin alegría que debía seguirla. Recorrió tras ella un corredor de piso de madera lustrosa, con tres puertas a cada lado. Las paredes eran de color marfil, iluminadas por pequeñas lámparas de luz cálida entre puerta y puerta; bajo cada lámpara colgaba una acuarela enmarcada en azul gris. Todo resultaba discretamente a tono con el barrio en el que estaban, pero por completo inesperado para el escondite de lo que no podía ser llamado de otra forma que un grupo comando clandestino y parapolicial. Trash se detuvo frente a la segunda puerta de la derecha, señaló hacia el final del corredor. 
— El baño a la izquierda. No entres solo a la derecha. 
Boss asintió dominando un escalofrío ante la frialdad hostil de su acento y la miró alejarse con las manos en los bolsillos, los hombros encorvados, la cabeza gacha. La ropa demasiado grande, su paso, hasta su voz... a no ser por el comentario de Slash, hubiera tardado un buen rato en descubrir que era mujer. Trash se detuvo antes de volver a entrar al comedor. 
— Dejá tus cosas y vení. No te demores al pedo —dijo, y cerró la puerta tras ella. 
Boss entró al cuarto a oscuras, encontró el interruptor a la derecha, lo pulsó antes de avanzar un solo paso. Era una habitación cuadrada, dos metros de lado, alfombrada de marrón. Las paredes estaban recién pintadas con el mismo color marfil del corredor. Contra la pared opuesta a la puerta, bajo la ventana que se abría al jardincito delantero, estaba la cama de una plaza con su mesa de noche y su velador. A la derecha el placard de puertas corredizas. A la izquierda un escritorio con sus estantes vacíos y su silla. Un perchero en la pared más allá del interruptor. Y eso era todo. Vacío, limpio, frío. Todo rastro de su anterior ocupante había sido meticulosamente borrado. 
Cruzó la habitación para dejar su mochila junto a la cama y se sacó la campera. Descubrió un espejo en la pared lateral, escondido hasta entonces a sus ojos por los estantes del escritorio. Entre esa pared y los pies de la cama quedaba el espacio justo para que pudiera pararse frente al espejo y mirarse. Y lo hizo. Era alguien común a su propio juicio. Un metro setenta y cinco, pelo castaño corto, ojos marrones, ningún rasgo sobresaliente en su cara ni en su cuerpo. Halló su propia mirada en el espejo, reconoció la inquietud en ella. La misma inquietud que lo atenaceaba desde que recibiera el llamado de Rover. 
De alguna forma lo había sorprendido. Se había entrevistado con él casi un año atrás, apenas dejara la policía, asqueado por la forma en que se fomentaba la corrupción entre los oficiales nuevos. Una entrevista breve y minuciosa, terminada con un simple "lo contactaremos". Bueno, un año después pero lo hicieron, había pensado después de su llamada nocturna, sólo dos días atrás. Había habido "un inconveniente" con uno de los integrantes del grupo y él había sido escogido para reemplazarlo. Lo recogería tal día a tal hora en tal lugar, debía ir preparado para estar ausente de su casa por un tiempo, tenía 48 horas para poner en orden sus asuntos. Adiós. 
Y ahí estaba ahora, en esa casa bonita en un barrio bonito que resultara ser el refugio de CRAP, ese extraño grupo que la gente empezaba a llamar los "Ángeles Negros", cierta especie de leyenda urbana a quienes nadie había visto jamás, cuyos verdaderos nombres nadie conocía, cuyas vidas transcurrían en las sombras; dedicados, según se decía, a combatir a cierta red de narcotráfico que controlaba la mayor parte de la actividad ilegal y el submundo de la ciudad desde hacía al menos diez años. Y ahí estaba él, a punto de convertirse en uno de ellos. 

 

 

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